PRESENTACIÓN DEL BLOG

Saludos a todos aquellos que se hayan decidido a entrar y curiosear en este blog.

Aquí voy a hacer públicos mis escritos, cuentos cortos, relatos, novelas, historias, y todo aquello que se me ocurra.

Sólo espero que al menos sirva para haceros dormir...




lunes, 28 de noviembre de 2022

EL FANTASMA DEL CEMENTERIO

 Todos los presentes en el bar se giraron a la vez al escuchar el estrépito.

—¿Qué…?

Juan entró tambaleándose, sin apenas poderse sostener y temblando de pies a cabeza. Sujetándose en las sillas se acercó a la barra.

—Una copa de coñac, por favor… o mejor, que sean dos!

La mitad del contenido de la primera copa de le derramó por entre las comisuras de unos labios convulsos, imposibles de dominar y que sólo obedecían a los estremecimientos de su tembloroso cuerpo.

Todos enmudecieron ante aquel rostro empalidecido, en que unos ojos de mirada perdida y abiertos como platos, eran la viva expresión de un terror demencial. Con sólo verle se comprendía que algo muy grave le había sucedido.

Juan tenía fama de no tener miedo de nada. En más de una ocasión había alardeado de no temer ni a la muerte. Todos tenían muy presente cómo, la semana pasada, él sólo redujo y propinó una brutal paliza a un grupo de descerebrados que se propusieron robar en la gasolinera del pueblo en el preciso momento en que él pasaba por allí.

Tampoco olvidaría Elvira, la mamá del pequeño Sergio, ciego de nacimiento, cómo Juan se abalanzó sobre un perro que se puso muy agresivo cuando el niño tropezó con él sin querer. 

Por eso enmudecieron todos a la vez. Cuando vieron su aspecto comprendieron que algo muy grave se cernía sobre el pueblo.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó la camarera al servirle la segunda copa —Parece que hayas visto un fantasma. 

Juan soltó la copa de golpe y se volvió hacia la camarera. La miró fijamente con sus ojos aún desorbitados y, casi escupiéndole las palabras y con la voz aun entrecortada y temblorosa, le dijo:

—No te atrevas a bromear con eso ¿de acuerdo? Jamás vuelvas a bromear o a no tomarte en serio a esos… seres.

Simón, uno de los clientes y amigo de Juan, no pudo evitar un escalofrío al ver su aspecto y su azoramiento.

Juan apuró de un trago la segunda copa. Cerró los ojos y permaneció así unos momentos mientras el alcohol empezaba a hacer su efecto y su cuerpo dejaba de convulsionarse, al menos tan violentamente.

Se volvió a los presentes y, tartamudeando y con voz casi inaudible, les dijo:

—M… me… me ha atacado.

Su cuerpo volvió a sacudirse en fuertes convulsiones y sus ojos parecían a punto de salirse de las órbitas.

—¿Se puede saber quién te ha atacado? Por tu aspecto parece que haya sido un demonio….

Juan saltó de su asiento como un gato y cogió a Simón por la pechera de su camisa, le levantó dos palmos del suelo y con los dientes apretados, serrando y escupiendo las palabras, le gritó:

—Ya he dicho que jamás, jamás, volváis a tomaros a esos… lo que sea, en broma. No sabéis de lo que son capaces. Esta misma noche, cuando pasaba junto al muro del cementerio, me atacaron todos a la vez. Por fortuna pude liberarme de su zarpazo infernal y huir, pero me fue de bien poco que no me arrastraran al averno…

Tras estas palabras soltó a Simón, se volvió a la barra y pidió una tercera copa, esta vez doble.

—¡Ha vuelto! ¡El fantasma del cementerio ha vuelto!...

Esta frase planeó sobre todos los presentes, conocedores de la historia.

Era una leyenda muy antigua, y en realidad nunca nadie había visto ni oído nada, al menos con la intensidad de la que hablaba Juan, hasta esta fatídica noche. 

Sólo se conocía algunos rumores y se decía que por las noches se oían sonidos  extraños tras las tapias del cementerio. Alguien comentó que en alguna ocasión se habían escuchado llantos, quejidos e incluso los desgarradores gritos de algún muerto no muerto, como llamaban en aquel pueblo a los que supuestamente dormían tan profundamente que les enterraban pensando que habían muerto y que luego pedían a gritos que les sacaran de la tumba. Todos se estremecían ante la visión de una muerte tan cruel.

Pero nadie comprobó nunca la falsedad o certeza de ninguna de estas afirmaciones. No eran más que historias y leyendas que de vez en cuando corrían de boca en boca, más veloces que un reguero de pólvora.

El silencio más absoluto siguió reinando en el bar. Nadie se atrevió a seguir preguntando.

Con la tercera copa, el temblor de las manos y los labios de Juan se apaciguaron bastante.

Se volvió de nuevo a la gente y les contó la terrorífica historia.

—Anoche fui a visitar a Elvira. Como sabéis, desde que sucedió lo de su hijo con aquel perro, muchos días voy a visitarla. Pero anoche se me hizo más tarde que de costumbre… —una sonrisa torcida y una chispa de malicia iluminaron por unos segundos su semblante, aún pálido y ensombrecido por el espanto.

Juan se frotó la garganta, aun dolorida y en la que era bien visible una gran rojez y un hematoma a resultas del ataque, y siguió relatando los hechos.

—Al ser tan tarde, quise acortar camino y decidí atajar por la senda que va por detrás de la tapia del cementerio —Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda solo de recordarlo —No tardé en escuchar algunos murmullos y gemidos, y   unos susurros que parecían seguir mis pasos. Un fuerte crujido que venía de detrás de la tapia me confirmó que allí había alguien. Al crujido le siguieron más murmullos, gemidos y aullidos. Incluso me pareció ver, así de reojo, algo que se movía por encima de la tapia, algo que emitía siniestros destellos y que  me hicieron volver a bajar la vista al suelo. En seguida comprendí que eran los fantasmas o los espíritus de los muertos, que me habían oído, y que venían a por mí. Me detuve un momento y me dí la vuelta, dispuesto a combatir a aquellos osados perseguidores, pero...

Juan no pudo controlar nuevos escalofríos, espasmos y temblores sólo de recordarlo.

Un gran número de murmullos procedentes de unas personas muy atemorizadas llenó el local. Todos habían palidecido visiblemente y con la mirada fija en Juan, esperaban ansiosos a que éste siguiera su relato. 

-—Jesús! —Exclamó alguien al fondo santiguándose varias veces seguidas, tal vez para que esos fantasmas no se acercaran a él.

—Estaba en mitad del camino, y mi perseguidores parecían estar tanto delante como detrás de mí. Les oía, veía sus sombras, el frío viento de la muerte me azotaba. Pero no se puede zurrar a los seres incorpóreos, por lo que decidí salir de allí lo más rápido posible.

Todos los ojos estaban puestos en Juan. Se podía ver la expresión de miedo y asombro en los rostros de todos los presentes. Algunos se seguían santiguando o acariciando las medallas o cruces que llevaban colgadas al cuello, murmurando algún rezo en demanda de protección.

Juan siguió con su relato.

—Fue entonces cuando ocurrió todo. Empecé a caminar más rápido, pero ellos seguían estando por todas partes. Podía oír perfectamente sus gemidos, aullidos, desgarradores gritos. Y les veía asomar por encima de la tapia. Algunos intentos infructuosos por cogerme con sus garras me hicieron correr más rápido. Hasta que uno de ellos me atrapó —Juan cerró los ojos unos momentos —Por fortuna para mí, sólo consiguió cogerme por la bufanda. Forcejeamos un rato, hasta que pude zafarme de ella. Aún me duele la garganta —dijo, mostrando la gran marca roja alrededor de su cuello —Corrí mucho más deprisa, hasta que llegué al final de la tapia. Y las voces, gritos y murmullos, sombras y luces, dejaron de escucharse. Supongo que se encerrados tras las tapias del cementerio. 

Alguien miró por la ventana, como para asegurarse de que ningún fantasma, espíritu o lo que fuera que había perturbado a Juan, le hubiera seguido hasta el bar.

—Aún me duele la garganta del tirón de la bufanda. Pensé que me ahorcaba…

Todos se acercaron a Juan. Simón, en un alarde de valentía, le dijo:

—No te preocupes. Mañana mismo, con la luz del día, iremos a echar un vistazo…

—¿Estáis locos? —Juan se levantó de nuevo —No tenemos ni idea de a qué cosa nos enfrentamos. Yo propongo que este cementerio se cierre para siempre y se le prenda fuego. Y que la senda que va por detrás de su tapia no se utilice jamás.

No seas bestia y no te preocupes, Juan. —Simón no parecía demasiado asustado y no entendía cómo un hombre, con la valentía y la sangre fría de Juan, podía estar tan afectado. Para él, todas estas historias que se contaban por ahí, eran cuentos de viejas —Iremos de día, y si vemos algo fuera de lo normal haremos lo que tú dices…


Simón regresó al bar a primera hora de la mañana. Y no venía sólo. Un par de enormes e imponentes perros le acompañaban.

—Por si hay que perseguir a algún fantasma… —comentó entre irónico y divertido.

Sólo dos hombres más se apuntaron a la expedición y salieron en dirección al cementerio. Juan no quiso ni mirar por la ventana. Siguió allí sentado, bebiendo una copa tras otra, intentando controlar el leve temblor que aún quedaba en sus manos, y por supuesto que poco le importaba mostrar su miedo a todos los demás. 

Cuando llegaron a la senda que pasa justo por detrás de la tapia del cementerio, los tres hombres y los perros se detuvieron en seco. Los perros habían empezado a gruñir mostrando sus enormes dientes al tiempo que el pelo de sus lomos se erizaba como escarpias. Si Simón no los sujeta con fuerza, habrían salido corriendo.

—¡Han olido algo! —gritó uno de los hombres, dudando si quedarse allí o volverse corriendo a la seguridad del bar…

Una oleada de gemidos y murmullos llegó con absoluta nitidez a los oídos de los tres hombres. Sintieron el frio del aliento de los espectros en sus nucas y algo se movió por encima de la tapia del cementerio, tal y como les había explicado Juan.

—¡Son los fantasmas! ¡Nos han oído y vienen a por nosotros! —chillo el otro hombre, agarrando a Simón de la camisa y situándose detrás de él, a modo de escudo.

Los perros empezaron a olisquear el aire y a ladrar con fuerza.

—¡Suelta a los perros y vayámonos, Simón! ¡Los fantasmas nos cogerán como a Juan y nos arrastrarán al infierno!

—¡Qué fantasmas ni qué leches! Los perros huelen a los muertos, igual que nosotros. ¿O tú no los hueles? Es un olor típico de todos los cementerios.

Simón tranquilizó a los perros y de pronto estalló en una sonora carcajada.

Los otros dos hombres le miraron estupefactos.

—¿Se puede saber qué pasa, Simón?

Pero éste era incapaz de contestar. Su rostro enrojecido y sus ojos llenos de lágrimas por un ataque de risa que no podía controlar, delataban que él ya sabía de antemano que allí no había ningún peligro.

De la manera que pudo, y sin poder dejar de reír, les mostró a sus atemorizados amigos la causa de su ataque de hilaridad.

Ahora eran los tres hombres, los que no podían dejar de reír.


Y seguían riendo cuando llegaron delante de la puerta del bar.

Adoptaron un fingido aire de seriedad, entraron en el bar, y se acercaron a Juan, quien con una eterna copa de coñac en la mano, palideció de nuevo ante la perspectiva de que los fantasmas les hubieran arrancado el alma o vete a saber qué…

—¿Qué ha pasado? —Preguntó por fin Juan.

Los tres hombres a la vez estallaron en otro ataque de risa. Fue imposible calmarlos ni sacarles palabra alguna. Cuando parecía que recobraban un poco la compostura, sólo de mirarse unos a otros, volvían a estallar en otro ataque que les hacía retorcerse y congestionarse hasta casi asfixiarse.

Tuvieron que pasar más de diez minutos antes de que Simón no pudiera sacar una cosa del bolsillo de su chaqueta y echársela a la cara a Juan.

—Tu bufanda, Juan —le dijo entre la incontenible risa.

—¿S… se la habéis quitado a los fantasmas?

Un nuevo ataque de risa sacudió a los tres hombres, y otro de los hombres le tiró otra cosa a Juan.

—Y este es tu fantasma…

A los pies de Juan aterrizó una gran rama de zarzal que el otro hombre le había tirado…

De pronto el silencio más absoluto reinó en todo el bar. Hasta que todos estallaron en risas y carcajadas.

—Pero yo escuché sus gemidos y sus lamentos… y vi a alguien asomar por encima de la tapia…

Alguien del fondo del bar, conteniendo a duras penas la risa, le gritó a Juan:

—¡Tú sí que eres un buen fantasma…! ¿Qué acaso no hacía un viento de mil demonios, anoche? ¿Y tú no sabes que el viento hace gemir y crujir los árboles?

—Pero… —Juan empezó a comprender su situación. Miraba la bufanda, la rama de zarzal y a la gente del bar, que se partían de risa a su costa.

—¡Eres un gilipollas! —Le gritó otro —Lo que viste por encima de la tapia del cementerio era unos enormes zarzales que el fuerte viento movía de un lado a otro, y con su movimiento dejaban pasar los destellos de la luz de la farola. Esta es la rama en la que se enganchó tu bufanda y que tú tomaste por un fantasma…

—Y te aconsejo —Le dijo Simón secándose las lágrimas con una servilleta de papel —que no te ates la bufanda al cuello con un nudo corredizo como el que sueles llevar. Cuando se engancha en algo, como ayer, cuanto más tires tú, más te asfixia y más te cuesta quitártela. Algún día te vas a ahorcar…

Se dice que Juan tuvo que marcharse a vivir a otro pueblo. Por razones de salud pública…

El alcalde le había advertido que, o se quedaba en casa y no asomaba para nada por la calle o se iba de aquel pueblo. El caso era que todos los habitantes del pueblo, en cuanto le veían, recordaban lo del fantasma del cementerio, estallaban en incontrolables ataques de risa y ya había habido incluso un par de accidentes de circulación por este motivo...

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