PRESENTACIÓN DEL BLOG

Saludos a todos aquellos que se hayan decidido a entrar y curiosear en este blog.

Aquí voy a hacer públicos mis escritos, cuentos cortos, relatos, novelas, historias, y todo aquello que se me ocurra.

Sólo espero que al menos sirva para haceros dormir...




lunes, 21 de noviembre de 2022

ESTRESADA

Las calles están desiertas. La lluvia, el viento y el frío aconsejan quedarse en casa, aunque no siempre es posible. Cómo hoy...

Acabo de salir del supermercado, con un montón de bolsas colgadas de ambos brazos y ando muy deprisa, haciendo equilibrios para no mojarme.

Una ráfaga de viento me ha girado y destrozado el paraguas, que he tirado a la primera papelera que he encontrado, y la persistente lluvia ha empapado todo mi cuerpo. Y el pelo... ¡A la mierda el peinado de cincuenta euros que me han hecho esta mañana para salir a cenar con las amigas! 

Llego a la puerta de casa cargada con las bolsas de la compra. La verdura, el pan, la fruta, la carne, el pescado y los congelados que tengo que meter enseguida en el congelador para que no se descongelen y se echen a perder.

Con mucho esfuerzo consigo abrir la puerta y oigo como la ventana del comedor golpea con gran estrépito contra la pared. Alguien ha olvidado cerrarla antes de salir.

Dejo las bolsas, allá mismo en la entrada, y corro a cerrar la ventana.

Cuando llego al comedor veo que la lluvia ya ha entrado por la ventana, ha formado un gran charco en el suelo y está a punto de mojar la alfombra que nos regaló mi suegra el año que fue de viaje a Turquía. La enrollo un poco y corro a buscar una bayeta para secar el agua.

De camino a la cocina, me doy cuenta de que el fuerte viento ha tumbado el jarrón con flores que había en la repisa que hay encima del sofá y que el agua ha mojado los cojines.

Los saco para llevarlos a la galería para que se sequen y, antes de salir del comedor, llaman por teléfono.

Dejo los cojines en el suelo para contestar a la llamada.

—¿Diga? —Mi hijo me pide que le lave las zapatillas blancas, las de los cordones color naranja, que las necesita urgentemente para esta tarde.

Voy a la habitación de mi hijo, cojo las zapatillas blancas de los cordones color naranja y vuelve a sonar el teléfono. Dejo las zapatillas de mi hijo encima de una silla, junto al aparato.

—¿Diga? —Ahora es mi marido. Tiene que asistir a una reunión muy importante esta tarde y me pide que le planche la camisa blanca, aquella de seda que le trajo su hermano de uno de sus viajes a Japón, China, o que sé yo...

Saco la camisa del armario, la dejo encima de la cama y preparo la tabla de planchar. Me doy cuenta de que uno de los tornillos, el que sujeta la pata derecha, está flojo y a punto de salir de su lugar.

Dejo la tabla de planchar en el suelo y busco un destornillador para poner el tornillo de su lugar y apretarlo.

Llaman a la puerta. Dejo el destornillador encima del mueble de la entrada, abro y me encuentro a un señor con traje negro, corbata roja y un paraguas en las manos que dice vender seguros. Me deshago de él de la mejor manera que puedo. Tengo cosas por hacer... Cierro la puerta y siento una fuerte punzada de dolor de cabeza. Necesito un café. 

Voy a la cocina, pongo leche a calentar y oigo a la vecina que me llama desde la ventana que hay al otro lado del patio de luces. Se aburre y como otras muchas veces me quiere explicar algún chismorreo.

 Cuando acaba de explicarme que ha visto al hijo de la vecina de encima mío, sí, aquel que está casado con un sobrino de su madre, que se morreaba con la chica del ático, si, aquella fresca que siempre va con unos escotes que hacen que nuestros maridos se pongan tan nerviosos, y que ha tenido que toser con fuerza para que se separaran, me giro y veo que la leche que había puesto al fuego a calentar ha hervido, se ha derramado y se ha requemado toda alrededor del fogón de la cocina. 

Busco aquel estropajo de fibras negras que me vendió un vendedor ambulante una tarde en la puerta de casa. Lo encuentro en el fondo del armario de la limpieza. Lo mojo con detergente y oigo un ladrido. ¡Cielos, el perro! Todavía está encerrado en la galería y tiene que salir a hacer sus necesidades.

Dejo el estropajo con detergente encima del mármol de la cocina, cojo la correa, un paraguas nuevo, y me dispongo a sacar al perro a dar una pequeña vuelta por el parque.

De nuevo oigo que me llaman desde el patio de luces. La vecina del piso de arriba. Que si tengo un par de huevos y si haría el favor de subírselos a su casa. Con este tiempo, el dolor de rodillas le impide subir y bajar escaleras. Ato la correa del perro a la pata izquierda de la mesa del comedor.

Voy a la nevera, cojo un par de huevos y estoy a punto de subirselos a la vecina de arriba cuando oigo que alguien mete la llave en la cerradura de la puerta de la calle y abre. Mi hijo.

—¿Me has lavado las zapatillas blancas de los cordones de color naranja?

—No. Todavía están allí donde las he dejado, encima de una silla, junto al teléfono.

En un par de minutos llega mi marido. 

—¿Me has planchado la camisa blanca de seda, aquella que me trajo mi hermano de China?

—No. Todavía está encima de la cama. Y a su lado la tabla de planchar, con el tornillo de la pata derecha a punto de caer. 

Y el destornillador encima del mueble de la entrada.

—¿Qué son estas bolsas? —Preguntan mi hijo y mi marido a coro.

La compra! La fruta está pocha, el pescado empieza a oler mal y los productos congelados se han descongelado del todo y se ha formado un pequeño charco de agua justo detrás la puerta de entrada.

El perro ladra, salta y tira con fuerza de la correa atada a la pata izquierda de la tabla del comedor. Arrastra la mesa un par de palmos y vemos que ya ha hecho sus necesidades, allí mismo. No hace falta mirar. El mal olor lo delata.

Mi marido resopla cómo un toro furioso. 

—Debo asistir a una reunión muy importante y tengo que cenar ahora mismo. ¿Me preparas algo rápido?

La cocina todavía está toda requemada por la leche que se ha derramado cuando chismorreaba con la vecina y el estropajo de fibra negra que me vendió aquel vendedor ambulante en la puerta de casa, todavía está lleno de detergente encima del mármol. Y ha dejado una mancha que se niega a desaparecer. Tal vez aquel detergente sea demasiado fuerte…

Mi hijo y mi marido me miran, resoplando como dos búfalos y sacando chispas por los ojos.

—¿Se puede saber que has hecho en toda la tarde? —Me preguntan los dos a la vez. 

—Por una cosa que te hemos pedido… ¡Ni que tuvieras tantas cosas que hacer!

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