PRESENTACIÓN DEL BLOG

Saludos a todos aquellos que se hayan decidido a entrar y curiosear en este blog.

Aquí voy a hacer públicos mis escritos, cuentos cortos, relatos, novelas, historias, y todo aquello que se me ocurra.

Sólo espero que al menos sirva para haceros dormir...




domingo, 26 de febrero de 2023

LA SEMILLA

Pablo y Julia no tenían más que cuatro años cuando se conocieron. Fue un verano cualquiera, en un pequeño pueblo de los Pirineos.

Durante varios años consecutivos coincidieron todos los veranos, puesto que pasaban las vacaciones en el mismo pueblo.

Y como no podía ser de otra forma, una profunda amistad fue creciendo entre los dos chicos.

El último año fue muy especial. La familia de Julia marchaba a vivir a México y los dos sabían qué significaba tal cosa.

Ya no se volverían a ver durante mucho tiempo. Tal vez, nunca más.

Los últimos días de aquellas vacaciones fueron muy tristes. A pesar de todo, los chicos intentaban encontrar algo que les alegrara, pero... No era fácil. Solo tenían doce años; sin embargo, eran conscientes que estas vacaciones serien el fin de una época de su vida.

La idea surgió de Julia.

—¿Y si nos hacemos un juramento?

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo una promesa de amor eterno, quizás? —preguntó Pablo con inocencia y los ojillos chispeantes.

Julia, a pesar de ser solo una niña, se puso roja como un tomate.

—Hombre, Pablo, tampoco hace falta que sea una promesa de amor precisamente... Lo que quiero decir es que podríamos acordar alguna cosa, para no olvidar nuestra amistad. Por ejemplo, podríamos acordar escribirnos todos los meses, ¿no te parece?

Pablo hubiera preferido su idea de jurarse amor eterno, pero accedió.

Llegó el momento de decirse adiós.

Pablo y Julia estuvieron juntos toda la mañana, y ya no les quedaba nada más por decirse. Solo el último adiós, la última mirada, el último suspiro.

Julia subió al coche, que arrancó y se perdió carretera abajo.

La chica ni siquiera se giró cuando Pablo gritó su nombre. Pero las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas la delataban.


CUATRO AÑOS MÁS TARDE

—¡Pablo! ¡Tienes una carta!

El joven bajó las escaleras del piso de arriba de cuatro en cuatro y le arrancó literalmente la carta de las manos a su madre.

La carta venía de América. Cómo todas las que había recibido cada mes, durante los últimos cuatro años.

Pero esta era diferente. Era un poco más gruesa que de costumbre y en una de las esquinas se marcaba un pequeño bulto.

Con mucho cuidado, Pablo rasgó el sobre. De su interior salió un papel muy bien doblado y una especie de, bola muy pequeña de color negro intenso.

Pablo empezó a leer con calma.

—Pablo, esta vez te mando una semilla. Pero no es una semilla cualquiera. Te cuento. Días atrás conocí un viejo brujo y me explicó una antigua leyenda de México. Cuando una pareja se tiene que separar, se les da una semilla mágica a cada uno y la tienen que sembrar. Mientras viva la planta no se olvidarán... Por favor, siémbrala que yo haré lo mismo con la mía.

Pablo miró de reojo aquella pequeña bola de color negro.

—Una semilla mágica...

Pero Pablo la sembró, la regó y la cuidó hasta verla convertida en un arbusto imponente.


UN PAR DE AÑOS MÁS ADELANTE

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Este verano Julia vendrá a pasar las vacaciones aquí!

Pablo pareció volverse loco. Empezó a saltar por toda la casa, a gritar y a dar besos a todos. No se lo podía creer. Volvería a ver Julia...

Y por fin llegó el día.

Pablo y sus padres fueron a buscar a Julia al aeropuerto.

En un primer momento, Pablo no fue capaz de reconocer a la chica.

¡Cómo había cambiado! Había crecido mucho, llevaba su melena rubia muy larga, y su cuerpo era... muy diferente. ¡Claro! ¡Cómo podía ser tan bobo! ¡Con dieciocho años ya no era una niña!

Pablo se quedó mudo. Todavía la recordaba como una niña y, francamente, no se esperaba un cambio tan radical.

Julia llevaba una gran planta en los brazos. Pablo la reconoció enseguida. Era la misma que tenía él. Estaba tan grande y frondosa como la suya.

Los primeros días fueron muy intensos. Largas horas de charla, para ponerse al día tras esos seis años de separación

Los dos jóvenes se pasaron todo el verano juntos, sin separarse para nada.

Las dos plantas fueron colocadas muy juntas en la terraza de los padres de Pablo.

Nadie se dio cuenta hasta el último día.

Y fue Pablo quién, después de llamar a Julia, exclamó:

—¡Fijaros en esto! ¡Las plantas han florecido!

Todos se giraron y se dieron cuenta de que, a pesar de que nunca antes habían florecido, ahora estaban cubiertas de arriba abajo de pequeñas flores de color morado.

Y no solo esto. Al estar tan juntas en la terraza, se habían enredado de tal manera que ahora era imposible separarlas.

—Tenía razón el brujo —dijo Julia —Me aseguró que estas plantas darían vida a nuestros sentimientos.

Pablo miró a Julia y esta, sin pensarlo dos veces, se acercó al chico y le estampó un beso en los labios.

Este fue el preludio de un amor que duraría toda la vida.

lunes, 20 de febrero de 2023

UN FELIZ DÍA DE PLAYA


¡Por fin llegaron las vacaciones! El calor aprieta desde primera hora de la mañana, el sol brilla con fuerza y la calma es total. Decido pasar mi primer día de ocio en la playa, tomando el sol y disfrutando de un día entero de paz y tranquilidad, sin hacer nada, sin que nadie me moleste, lejos de las prisas, el tráfico, la contaminación, el trabajo, el ruido... Perfecto para olvidar el estrés de casi un año de intenso de trabajo.

Me invade la emoción.

Empiezo por escoger el bañador. Los tengo de todos los colores, para ir variando. Me decido por el negro, es el que más me favorece.

Ahora la toalla. Verde, roja, a rayas... No sé, no sé... Cojo la azul cielo con rayas azul marino. Estoy blanco como la leche y creo que así no se verá tanto.

Preparo la bolsa con la toalla, la crema solar factor de protección extremo, claro, no soporto quemarme, y mucho menos el primer día de vacaciones, una botella de agua, unos bocadillos por si tengo hambre, algo de fruta y las gafas de sol. Cojo también la sombrilla, pienso pasar el día entero disfrutando de la tranquilidad de no tener que hacer nada, ni depender de horarios, dejando la mente en blanco... 

Creo que ya lo tengo todo… 

¡Ah! Falta un buen libro para matar el rato. ¿Pero cuál? He preparado unos cuantos, y ahora no sé por cuál empezar. Leo la sinopsis de alguno de ellos, pero no me acabo de decidir. Bueno, qué más da, si me acabaré durmiendo...

Por fin parece que lo tengo todo. Salgo de casa y bajo a la playa.

¡Por Dios! ¡Parece ser que todo el mundo ha tenido la misma idea que yo! ¿Voy a caber, en este conglomerado de toallas, parasoles, criaturas corriendo por todas partes y gente estirada como lagartos?

Empiezo a adentrarme en la arena, haciendo auténticos equilibrios entre la gente. ¡Esto parece una carrera de obstáculos!

Esquivo las primeras toallas, me agacho para pasar por debajo de un par de parasoles rojos con propaganda de cerveza, procuro no pisar a un par de viejas que dormitan boca abajo con los sujetadores desabrochados para que no se les marque la raya, recibo un pelotazo de unos chiquillos que levantan un montón de arena y que encima me hacen un gesto de burla... No veo ni un agujero en la arena para meterme yo. Sigo andando, hasta que por fin, a pocos metros de dónde estoy, un pequeño espacio libre. Suficiente para mí.

Cuando llego al sitio, alguien ya está extendiendo una toalla. Levanto una mano para llamarle la atención. Este lugar tiene que ser para mí. Yo lo he visto primero. Pero cuando el dueño de la toalla se da la vuelta, me quedo con la mano levantada, con un grito retenido en mi garganta y cara de estúpido total. ¡Aquel hombre es un armario! Seguro que mide más de dos metros, de cuerpo musculoso, y con unas manos tan grandes que sería capaz de arrancarme la cabeza de una bofetada.

Cortésmente, le cedo este sitio. Ya encontraré otro.

El sudor empieza a resbalar por mi frente y por todo mi cuerpo. Estoy empapado. La bolsa me pesa. Tengo que encontrar un claro, por pequeño que sea, donde plantar la sombrilla, estirar la toalla y descansar.

De momento, el relax, la paz y la tranquilidad tendrán que esperar...

Sigo buscando. Esquivando toallas de todos los colores, pisando algunas (no sé volar), saltando por encima de los pies de la gente, agachándome para pasar por debajo de los multicolores parasoles de todos los tamaños... y por fin encuentro el lugar perfecto. A solo un par de metros del agua. Alguien que ha marchado, pienso.

Despliego la toalla a toda prisa, no sea que aparezca otro “musculitos” y me quite otra vez el sitio. Abro mi sombrilla con mucho cuidado de no tirar ninguna de las que me rodean, y me estiro para descansar un rato. Cierro los ojos y me dejo acariciar por los cálidos rayos del sol.

Me mentalizo de que tendré que cambiar el hipnótico y calmante sonido de las olas por otros, no tan relajantes… Chiquillos gritando, mientras las abuelas que los cuidan hablan de sus múltiples dolencias y pruebas médicas a voz en grito. Supongo que también estarán medio sordas.

Detrás de mí, una familia entera, con una selección de música española de los años setenta a todo volumen, y un par de toallas a mi derecha… ¡Reguetón a tope!

No ha pasado ni un minuto que oigo cómo alguien corre muy cerca mí y una lluvia de arena cae sobre mi cuerpo. Una horda de niños maleducados, sinvergüenzas y descarados ha pasado por mi lado corriendo y saltando sin ningún tipo de miramiento. Uno de ellos incluso ha pisado mi toalla y la ha llenado de arena. Me levanto renegando, sacudo la arena de mi cuerpo y de la toalla, y me vuelvo a estirar.

De pronto, alguien tropieza con mis piernas y cae sobre mí. Una mujer mayor, que no ha calculado bien a la hora de levantar los pies para esquivar los míos. Nos enredamos los dos y empezamos a rodar  por el suelo. Cuando consigo sacármela de encima me levanto e intento ayudarla a ponerse en pie. No sé por donde cogerla. Tiene la piel muy resbaladiza por la abundante capa de crema protectora que la cubre. Sin poderlo evitar, la agarro del bañador (de un horrible estampado de tonos marrones y rojizos), le sale un pecho por un lado y me arrea una bofetada que por poco me hace caer de nuevo al suelo. Si al menos fuera una de estas jovencitas que se pasea por la playa con uno de esos diminutos tangas... Me excuso como puedo, con la cara roja como un tomate, y la veo alejarse jadeando y renegando.

Decido ir al agua. La arena es un peligro.

¡Ir al agua! ¿Por dónde? Allá donde rompen las olas está lleno a rebosar de criaturas jugando y revolcándose, abuelos acobardados por una supuesta frialdad del agua, jóvenes que juegan a hacer carrerillas y tirarse en plancha al agua, levantando un chaparrón de gotas de agua que casi llega a las primeras toallas... Yo necesito mi tiempo para entrar al agua, y no me gusta que me mojen. 

No me atrevo a atravesar aquella barrera humana de gritos, salpicaduras y criaturas corriendo por todas partes. Tengo que volver a la toalla. Pero ir a la playa y no bañarme, no tiene demasiado sentido... 

Me esfuerzo por intentar entrar en el agua. Despacio, muy despacio, dejando que mi cuerpo se vaya acostumbrando al agua fría poco a poco, y ya lo estoy consiguiendo cuando, un chaval presuntuoso y con ganas de impresionar a un par de chicas que estaban a su lado, toma carrerilla, se tira de cabeza al agua, y levanta una monumental ola de agua que me hace chillar de la impresión.

Suelto un par de tacos, me acuerdo de su madre y de toda su familia y vuelvo a la “tranquilidad” de la arena y la toalla.

Alguien la ha pisoteado. Yo la he dejado muy estirada y limpia y ahora está toda arrugada y llena de arena. La sacudo, y aún no la he vuelto a poner bien, que vuelven a pasar los chiquillos de antes, gritando, corriendo y saltando. Otra mujer mayor parece que quiere pasar y me tengo que apartar para que no me embista.

Se detiene frente a mí. Es la misma que unos minutos antes me ha caído encima y que al intentar ayudarla a levantarse le he sacado una teta del bañador y le ha quedado al descubierto. Y ahora no viene sola. La acompaña un hombre, probablemente su hijo, porque es mucho más joven y fuerte que ella. En estos momentos solo desearía salir de allí corriendo, pero no puedo. Me quedo petrificado cuando la vieja me señala con gesto acusador y grita: —¡ha sido él! ¡Ha aprovechado mi debilidad para manosearme! ¡Es un cerdo!

—¿Manosearla yo? ¡Que más quisiera ella! ¡No es más que una vieja chiflada! Yo solo quería ayudarla a ponerse en pie...

Su acompañante empieza a increparme y a decirme de todo. En pocos momentos veo como la gente de mi alrededor se ha dado la vuelta, me miran con cara de asco y empiezan a murmurar. La vergüenza me hace enrojecer hasta las orejas. Bajo la cabeza y empiezo a pedir disculpas por una cosa que no ha pasado. Pero no me deja decir ni media palabra. Cuando se cansa de gritarme y da media vuelta, con la vieja cogida de un brazo, doblo la toalla corriendo, cierro la sombrilla y me marcho de allí.

Vuelvo a esquivar toallas, parasoles, criaturas, viejos estirados dormitando, pies y piernas que los tengo que pasar a saltitos, por encima y con mucho de cuidado de no tocar a nadie... Y por fin salgo de la arena y me marcho corriendo a casa.

Y pensar que pretendía pasar un feliz día de playa, en paz y tranquilidad y olvidar el estrés...

miércoles, 15 de febrero de 2023

MALTRATADA

 Suena el despertador. Oigo su bip-bip lejos, muy lejos... intento abrir los ojos, los noto muy hinchados y doloridos. Todo mi cuerpo está débil y magullado. Normal, después de la paliza de ayer noche. Y de tantas otras.

Siento la cabeza a punto de estallar y la luz del día no me deja abrir los ojos. Me cuesta despertar, todavía me parece oír los gritos y los insultos de la pasada noche. Y los chillidos y los llantos de las niñas, acurrucadas en un rincón, muertas de miedo.

—¡Puta! ¡Tú harás lo que yo diga! ¿Es que no aprenderás nunca?

Esta y otras frases muy parecidas, junto con una lluvia de golpes, bofetadas y empujones sin miramientos, ponen fin a cualquier intento de conversación entre mi marido y yo, si no es arrodillándome y suplicándole perdón por... muchas veces por nada en concreto. Últimamente, no hace falta nada especial para que me sacuda una bofetada, un puñetazo, o me tire a la cabeza el primer objeto que le venga a la mano.

Hay días que de nada sirve pedir perdón, llorar o jurar que no volverá a pasar nunca más.

Sus ojos vidriosos, el aliento pestilente acompañado de un chaparrón de espesa baba que me salpica la cara, las denigrantes palabras cargadas de odio que se arrastran al salir de su boca pastosa por su estado de embriaguez, y aquella mirada demoníaca que me aterroriza, me hacen pensar que tal vez algún día no lo soportaré. Algún día el aliento se escapará de mi cuerpo y ya no volverá. Algún día mi cabeza no soportará el golpe de algún objeto contundente y se partirá. Algún día...

Vuelve a sonar el despertador, empieza un nuevo día y una nueva tortura. Tal vez tendré suerte y hoy todo quedará en gritos e insultos. Tal vez sobreviviré un día más a una de sus brutales palizas. O quizás tendré tanta suerte que mis ojos se cerrarán para siempre y no volveré a padecer tanto tormento.

Me revuelvo en la cama y veo que él no está. Me incorporo de un salto, con los ojos abiertos de par en par y el corazón latiendo descontrolado. Un escalofrío recorre mi cuerpo y me hace poner los piés en el suelo a toda prisa. No tener su almuerzo a punto es causa más que suficiente para una nueva paliza.

Me pongo la bata y voy corriendo a la cocina. La casa está en silencio, y las niñas ya están allí. Me miran y se ponen a reír. A veces tampoco se libran de los golpes y las palizas. Cuando las palabras entre nosotros dos empiezan a subir de tono, corren a esconderse a su habitación, llorando y rogando a Dios que no entre su padre y acabe de descargar su ira en ellas.

Recuerdo un día que estaba más borracho que de costumbre, cuando acabó conmigo, fue a buscarlas a su habitación, las sacó de bajo la cama tirando de ellas por los cabellos y las llevó donde estaba yo, arrastrando. Me miró, con el rostro rojo de rabia y de odio, y les dio un fuerte puñetazo a cada una de ellas.

Con los cabellos empapados de sudor, jadeando con dificultad, y con aquella risa perturbada y pestilente. Me miró con aire triunfal, sabiendo que aquello era lo que más daño me hacía.

Hoy, a pesar de todo el ajetreo que hubo ayer por la noche, a las niñas las veo contentas y sonrientes.

Sara, la mayor, está peinando y trenzando la cabellera rubia de su hermana Julia. Se han puesto los vestidos más bonitos que tienen en el armario y parecen más alegres que nunca.

Me miran y sonríen. Las veo tan tranquilas y risueñas, que nada hace pensar que en esta casa, ayer por la noche, estuvimos a punto de perder la batalla. Y la vida.

—Mami ¿nos llevas a jugar al parque?—pregunta Julia —venga, vístete y vamos a jugar. Hace un día muy bonito.

Las miro. Me siento desorientada. No puedo marchar sin preparar el almuerzo de mi marido.

—¿Sabéis donde está vuestro padre?—pregunto a las niñas que me contestan las dos a la vez: —no está.

—Cómo que no está?—seguro que está en el baño y no tardará en entrar en la cocina, pidiendo su desayuno.

Empiezo a hacer café, las tostadas (con cuidado que no se quemen demasiado), la mantequilla (que la caliento un poco para que no le cueste de untar en la tostada), un par de botes de mermelada y el zumo de dos naranjas.

No aparto los ojos de la puerta, tiemblo sólo pensar que pueda entrar de un momento a otro y no tenga todo a punto.

Acabo de poner la mesa, y la casa sigue en silencio. Respiro profundamente, intentando recuperar la calma. ¿La calma antes de la tormenta?

Escucho con atención, intentando averiguar qué puede estar haciendo mi marido, pero no oigo nada. Ni la ducha, ni sus pasos, ni nada que me pueda indicar qué puede estar haciendo.

—Papi no está—me vuelven a decir las niñas.

Las miro y parecen muy tranquilas, sin miedo, cantando y riendo, cuando en un día normal estarían serias, inquietas, y con el miedo reflejado en sus ojos.

Oigo un ruido que viene del comedor, voces apagadas, como un murmullo. Debe de haber venido alguien y él lo está atendiendo, pienso en aquellos momentos. Pero no me atrevo a salir de la cocina sin saber de qué humor está esta mañana.

Vuelvo a afinar el oído, siguen las voces, ahora acompañadas otros ruidos. Pasos y una puerta que se cierra.

Corro a sentarme a la mesa, esperando que él entre a desayunar, pero pasan los minutos y la puerta de la cocina sigue cerrada.

Empiezo a inquietarme. Si abro la puerta, me puede acusar de espiarlo y de meter la nariz en sus asuntos. Y la bronca con paliza incorporada está servida.

Sin darme cuenta, las niñas han empezado a comer el almuerzo que he preparado para su padre. Las miro horrorizada. No puedo soportar la idea que las golpee a ellas.

—Papi no está y no se comerá esto. Tenemos hambre—vuelven a insistir las dos casi a la vez.

—¿Dónde está vuestro padre? Qué sabéis de él?—mi corazón late como nunca, la angustia casi no me deja respirar y el miedo me hace temblar de pies a cabeza.

—Un señor se lo ha llevado.

No entiendo nada. Las niñas me miran, parece que entienden como me siento.

—Puedes salir mami. No pasará nada. Papi ya no está—y me dedican una sonrisa llena de tranquilidad.

Reúno todo el valor que necesito para abrir la puerta de la cocina, con manos temblorosas y con mucho cuidado de no hacer demasiado ruido. Con pasos inseguros me dirijo al comedor.

Todavía está la persiana bajada y está en penumbra, pero se ve con bastante claridad. Dos hombres que no conozco de nada van de un lado al otro, curioseando por todas partes, y hablante entre ellos.

Creo que no me han visto e intento pasar desapercibida, escondiéndome detrás un mueble.

Mi cerebro empieza a buscar una explicación e intento entender las palabras de aquellos hombres que no paran de ir arriba y abajo.

En el suelo, debajo de la ventana, hay algo cubierto con una manta. Está demasiado lejos de donde estoy yo, y desde detrás del mueble no puedo ver qué es. Lo que sí puedo apreciar con claridad es el gran desorden que hay. Un par de sillas están tumbadas, mi bolso de mano tirado por el suelo con todo su contenido esparcido a su alrededor, mi móvil, algunos papeles... parece como si hubiera habido una batalla campal.

Uno de los hombres recibe una llamada de teléfono y los dos salen del comedor. Mi corazón galopa fuera de control, y un sudor frío impregna todo mi cuerpo.

El miedo de que él salga de cualquier lugar y me dé una paliza haciéndome culpable de todo aquello me paraliza.

Pero tengo que saber qué ha pasado. ¿Qué hay debajo de la manta?

Aprovecho que los hombres han marchado para salir de mi escondrijo y me acerco al bulto tapado con la manta.

Parece un cuerpo... ¡Es un cuerpo! La cabeza me da vueltas.

Procurando no hacer nada de ruido, me acerco algo más. Un olor acre y muy desagradable emana de aquel bulto y lo impregna todo… Estoy a dos pasos y no puedo reprimir un escalofrío. Se ve parte de un pie sin zapato, con la piel de color blanco tirando a gris ceniza. Y sangre. Mucha sangre por todas partes. El cuerpo está rodeado por un gran charco de sangre, y la manta está llena de manchas rojas.

No puedo evitar que la sangre se hiele en mis venas y que un gusto de hiel me suba a la boca cuando estiro el brazo y con la mano temblorosa levanto un extremo de la manta. ¡Soy yo!

La persona que está muerta bajo aquella manta, ¡soy yo misma!

Doy un par de pasos atrás, tropezando y a punto de caer, y me doy cuenta de que algo más allá, casi frente a habitación de las niñas, hay un par de mantas más. Podrían ser dos cuerpos más, aunque... estos últimos son más pequeños.

Una perturbadora idea cruza mi mente y corro a descubrir uno de los dos cuerpos. Mi cabeza da vueltas. No puedo respirar. De nuevo el desagradable olor acre me impregna la nariz.

El primer cuerpo es el de Sara, mi hija mayor. No hace falta que destape el otro. Sé que es Julia.

Los dos hombres regresan, esta vez en compañía de una chica que reconozco enseguida. Es mi hermana. Uno de los hombres la coge del brazo con cuidado y la acerca al cuerpo que está justo debajo de la ventana del comedor.

Yo sigo junto al cuerpo de Sara. Parece que no me ha visto nadie, pero estoy paralizada.

Mi hermana espera que el hombre levante una punta de la manta, da un vistazo, y se echa a llorar y a gritar sin consuelo ni control. Intento acercarme a ella, quiero decirle que estoy allá, que estoy bien, pero ni siquiera me mira. Entre los dos hombres consiguen calmarla y acompañarla afuera de la casa.

Las niñas me vienen a buscar, me dan la mano y me acompañan a la cocina. Me miran con una dulce sonrisa y empiezo a sentirme un poco relajada. La angustia y el terror inicial dan paso a una confortable calma.

Entramos las tres en la cocina y dejamos atrás la sangre y los restos de aquellos cuerpos mutilados. Cuerpos terrenales, libres de la vida que tantas veces nos hizo llorar, y que ahora reposan bajo aquellas mantas.

Sentada a mesa hay otra persona. Reconozco aquel rostro, de mirada tranquila. Es mi madre.

No tendría nada de extraño encontrarla allá, a no ser por el hecho de que hace cinco años que está muerta.

Nos miramos a los ojos en silencio y me invita a sentarme a su lado.

Siento una gran paz interior, y todo se aclara de repente.

Ahora entiendo que la bronca y la paliza de la noche anterior llegó más lejos de lo que yo soy capaz de recordar.

Miro a mis hijas y me entristece que su vida se haya acabado de manera tanto cruel.

Mi madre me mira y, con voz muy suave, me empieza a hablar.

—He venido a ayudarte. Las cosas no tienen que acabar así. Solo tú puedes dar un giro a tu vida y hacer que tus hijas tengan la vida que se merecen. No hay tiempo para más excusas, ni mentiras, ni indecisiones. Te ruego que aproveches esta oportunidad. Ya sabes qué tienes que hacer.

Me vienen a la cabeza todas las veces que mi madre, mi hermana y toda la familia, me decían que lo denunciara, que marchara de aquella casa. Sobre todo cuando estuve a punto de perder Julia mientras estaba embarazada de cinco meses y me hizo caer por las escalas. Y en otras muchas ocasiones, en que me veían con señales evidentes de golpes y cardenales, y yo ya no sabía cómo disimular. Mentía, me maquillaba, fingía tener accidentes. Intentaba esconder una verdad que todos conocían.

—Os merecéis una segunda oportunidad, hija. Tú y las niñas. Ahora te toca actuar y aprovecharla.

¡Ojalá hubiera actuado en su momento!

Cerré los ojos imaginando cómo de bonita podía ser la vida sin miedo, sin gritos ni insultos, sin palizas ni huesos rotos, y viendo crecer a las niñas felices y llenas de alegría.

Supongo que me adormilé...


Suena el despertador. Siento su bip-bip lejos, muy lejos... Intento abrir los ojos, los noto hinchados y doloridos. Normal, después de la paliza de ayer por la noche. Y de tantas otras.

Siento la cabeza a punto de estallar y la luz del día no me deja abrir los ojos. Me cuesta despertar, todavía me parece escuchar los gritos y los insultos de la pasada noche.

Me revuelvo en la cama y veo que él no está...

Salto de la cama a toda prisa, me pongo la bata y voy a la cocina. Las niñas ya están allá, y él en la ducha. Siento el ruido del agua.

Me apresuro a prepararle el almuerzo. No tenerlo todo a punto cuando él se siente a mesa es motivo más que suficiente para una buena bofetada. O algo peor.

Pero me detengo en seco cuando mi mente parece despertar. Los recuerdos vienen a mi mente. ¿He tenido una pesadilla, esta noche?

Intento recordar. Me he visto muerta, bajo una manta. ¡Y también a mis hijas! Me parece sentir de nuevo el desagradable olor de la sangre. El olor de la muerte.

Recuerdo a mi hermana, llorando y gritando, sin consuelo.

Miro a las niñas. Su mirada es triste, pero a pesar de todo me dedican una dulce sonrisa.

Recuerdo a mi madre. Su mirada dulce y llena de ternura, y sus palabras, que me abren una puerta a la esperanza.

Es hora de dar un giro a mi vida y hacer que mis hijas vivan la vida que se merecen. Es hora de dejar el miedo atrás y de actuar sin vacilaciones.

Y sé perfectamente qué tengo que hacer.

Corro a vestirme, cojo mi bolso y sin esperar un segundo salimos las tres de aquella casa.

Voy directa a la comisaría, a denunciar al maltratador y a pedir ayuda. Es hora de dejar atrás las palizas, los gritos y los insultos. Pienso en las niñas, en su mirada aterrada cuando él se enfada.

No quiero esperar a que unas mantas tapen nuestros cuerpos sin vida.

Quiero empezar una nueva vida, con mis hijas, y con paz y tranquilidad.

Es el momento de hacer caso a mi madre y aprovechar esta segunda oportunidad.

martes, 14 de febrero de 2023

EL PERRO VAGABUNDO

Le vi al llegar a casa. No se movió de donde estaba. El pelo muy corto, negro como la noche, y las orejas muy lacias, cayéndole por ambos lados de la cabeza, casi queriendo ocultar sus ojos. Estaba acostado ante la puerta de mi casa, y no voy a negar que su presencia me hizo sentir un cierto temor. 

Me acerqué con mucho cuidado, procurando no hacer ningún movimiento que lo pudiera asustar. No parecía peligroso, pero por su tamaño debía de tener buenos dientes.

Cuando lo tuve a mis pies empezó a menear la cola y me miró con sus inmensos ojos color miel.

Pero aquella mirada reflejaba algo más. En aquellos ojos vi una tristeza infinita y enseguida me di cuenta de que necesitaba ayuda.



El animal no hizo ningún gesto para moverse ni para irse de allí. Sólo me miraba, implorando. Lo estuve observando unos momentos, sin saber muy bien qué hacer. Lo primero que me llamó la atención fue que estaba muy, pero muy flaco. Se le marcaban todas las costillas, y cuando intentó levantarse me di cuenta de que casi no se podía mantener en pie, y que las patas temblaban como si no le pudieran sostener.

Empezó a gemir y a mover la cola con un poco más de brío, sin dejar de mirarme, implorando un poco de comida.

¿Qué podía hacer? Mi conciencia no me permitió dejarlo en la calle y permití que me siguiera dentro de casa. No había dado ni dos pasos que cayó de culo al suelo. No tenía fuerzas ni para andar. ¡Pobre animal! A saber cuántos días hacía que no comía nada.

Lo cogí en brazos y me empezó a lamer por todas partes, movía la cola con las pocas fuerzas que le quedaban y empezó a gemir, o a llorar, no sé. 

Entre mis brazos lo sentí frágil, cómo si sus huesos fueran a descomponerse y salir de sitio. Por su extrema delgadez parecía un saco de huesos.

Le puse agua para beber y, cómo no tenía nada más a mano, le dí el guiso de carne con patatas que tenía preparado para comer yo. Aquel animal necesitaba algo consistente enseguida, y yo podía prepararme otra cosa.

Fue oler la comida y estallar el delirio. Se lanzó de cabeza al plato y empezó a devorar la comida con desesperación. No masticaba nada, se lo tragaba tal cual se lo había puesto. Su garganta parecía un embudo. No hacía más que tragar y tragar.

En pocos minutos dejó el plato limpio y reluciente.

Cuando acabó de comer le puse una manta en un rincón del comedor, no demasiado lejos de la estufa de leña que solía encender todas las tardes. Supuse que, habría sido abandonado y no lo reclamaría nadie. Le iría bien tener un lugar caliente donde dormir, y no le faltaría la comida. Me gustaba, aquel animal. O me daba lástima, no lo sé. Pero lo cierto es que no me importaba en absoluto tenerlo en mi casa y cuidarlo. 

El perro miró la manta, la olisqueó por todas partes y para sorpresa mía no le hizo ni caso. Se fue corriendo detrás la puerta de entrada y se puso a ladrar como un loco. Era evidente que con lo que había comido se había rehecho y ahora tenía alguna necesidad urgente.

Ante la insistencia del animal tuve que abrir la puerta y el perro salió corriendo como alma que lleva el diablo, y desapareció en pocos segundos.

No volvió en toda la tarde. Ni siquiera al anochecer, a dormir.

-—¡Mal agradecido! —Pensé en aquellos momentos —tanto llorar por un plato de comida ¿Y ahora qué? Adiós muy buenas y desaparece como si cualquier cosa.

Me pasé la tarde pensando en aquel perro y su extraño comportamiento. Yo no pensaba tenerlo encerrado en casa, pero tampoco tenía previsto que él huyera corriendo de la manera que lo hizo.

Al día siguiente, cuando volví de trabajar, el perro volvía a estar en la puerta de mi casa.

Intenté mostrarme ofendida por su comportamiento del día anterior, pero aquellos ojos de color miel infinitamente tristes y sus lloriqueos hicieron que, sin pensármelo dos veces, lo cogiera en brazos y lo entrara otra vez en casa.

Le tuve que volver a dar mi comida, pues no había previsto volver a tener invitados. No pensé que pudiera volver. 

Cuando tuvo otra vez la barriga bien llena, hizo lo mismo que el día anterior. 

Volvió a pedir desesperadamente que le abriera la puerta y me quedé allá, mirando como volvía a marcharse corriendo, como alma que lleva el diablo.

Esto se repitió cada día durante dos semanas y yo empezaba a estar muy mosqueada.

¿A dónde iba aquel animal, después de comer, y con tantas prisas? Me propuse averiguarlo.

Un día intenté seguirlo. Pero fue inútil. A pesar de su delgadez y su supuesta debilidad, el perro corría mucho más que yo y enseguida le perdí de vista.

Otro día, aprovechando que mientras comía estaba muy tranquilo, le puse un collar y le até una correa. 

Cuando pidió para salir intenté frenarlo tirando de la correa. Pero no pude con él. Supuse que estaba recuperando la energía y tenía una fuerza de mil demonios. Si no suelto la correa, seguro que me hubiera acabado arrastrando él a mí.

Lo intenté un segundo día. Pensé que quizás algún día se acostumbraría a ir atado y que lo podría dominar, pero... Parecía cómo si algo lo empujara a salir corriendo con una fuerza endemoniada. Me arrastraba a mí, y en un momento dado, cuando pareció que las fuerzas para tirar le abandonaban, se giró, me enseñó los dientes y amenazó con morderme si no soltaba la correa.

La solté de golpe y el perro volvió a marchar corriendo, con la correa colgada del collar.

Al día siguiente, el perro con la correa todavía enganchada al collar, volvía a estar en la puerta de mi casa.

Ahora, más que mosqueada e intrigada, empezaba a estar obsesionada por el extraño comportamiento de aquel animal. Tenía que averiguar qué hacía, a donde iba tan desesperado y porqué.

Tuve una nueva idea. Le volví a atar la correa y esta vez, cuando abrí la puerta yo llevaba un periódico doblado en una mano. Había oído decir a la gente que, si se golpeaba el suelo con un periódico doblado, este ruido hacía que los perros se asustaran y obedecieran.

Pero lo único que conseguí fue que el perro se asustara, sí, pero en lugar de parar, me mostró su impresionante caja de dientes con un amenazador gruñido y tuve que volver a soltar la correa.

Al día siguiente, el perro con la correa colgada del collar, en la puerta de mi casa. Esto empezaba a parecer un cuento sin final. Allí tenía que haber alguna explicación, por extraña que fuera, estaba segura. Aquel comportamiento no era nada normal. Y estaba decidida a averiguar qué era lo que lo hacía salir corriendo y no aparecer hasta el día siguiente, para repetir la misma operación, Día tras día.

De nuevo se encendió la bombilla en mi cabeza. Yo practicaba ciclismo con regularidad, por lo que no debería tener demasiados problemas para seguirlo con la bicicleta.

Al principio no me costó demasiado esfuerzo controlar por donde se metía y lo podía ir siguiendo bastante bien. Pero aquel perro no parecía acabar nunca las fuerzas. Ni el ingenio. Por unos momentos lo perdí de vista y... ¡ya había desaparecido otra vez!

Pero cuando ya lo daba todo por perdido, lo vi salir de un callejón y adentrarse en un pinar cercano.

Dejé pasar unos minutos y me dirigí allá a pie, procurando no hacer demasiado ruido.

Parecía que no me había visto y ahora andaba mucho más despacio y relajado.

No fue fácil. Era un pinar joven, lleno de árboles bajitos, zarzales que se ensañaron arañando mis piernas y grandes matorrales y arbustos que no me dejaban ver ni a dos pasos por delante de mí. Aquello era como buscar una aguja en un pajar.

Pero cuando estaba a punto de renunciar y dar media vuelta, oí un pequeño ruido muy cerca de mí.

Me paré en seco y durante unos segundos no moví ni un solo músculo. No me atrevía ni a respirar. Sabía que el perro estaba allí y no quería que saliera corriendo otra vez. 

Unas hierbas se movieron a mi lado. Pero no veía nada de nada. Pensé que podría ser una serpiente, o un lagarto. Pero un gruñido que yo ya conocía me hizo volver a parar en seco.

¡Allí estaba el perro! Estaba sentado en el suelo, gruñendo y enseñándome los dientes amenazadoramente, en la entrada de lo que parecía ser un escondite entre las altas hierbas. Y de allá dentro salieron tres hermosos cachorros, negros y con el pelo muy corto, que empezaron a gemir con impaciencia y a lamer el hocico del perro. Entonces éste hizo algo del todo imprevisto: empezó a regurgitar la comida que yo le había dado. Entre convulsiones y fuertes espasmos, y con la ayuda de los cachorros que no dejaban de lamer su hocico con insistencia, el perro fue sacando de dentro de su estómago una mezcla de comida ya medio digerida que las tres crías se afanaban en ir comiendo. En pocos momentos se lo comieron todo hasta no dejar ni una sola migaja, se calmaron y volvieron a entrar en el escondite.




¡Este era el misterio! ¡Alimentaba a sus crías! Pero... ¿Esto no lo tendría que hacer la madre?

De repente el viento me hizo llegar un fuerte hedor, un soplo de aire con un repulsivo olor de putrefacción. Me giré y... Allá estaba la perra, a unos pocos metros más allá. Muerta y en avanzado estado de descomposición.

Esta era la única manera que había encontrado aquel perro de alimentar a sus hijos. Yo no había oído hablar nunca de un caso como este, pero entendí que, aunque se tratara un animal, había sentimientos como el vínculo de la sangre que unen a padres e hijos de una forma muy especial, y que pueden llegar a originar comportamientos insospechados.

Al día siguiente, después de alimentar al padre, pensé en llevar un poco de comida a los tres cachorros, pero... para sorpresa mía, en el escondite ya no quedaba ni rastro de los cachorros ni del perro. Los había cambiado de lugar y vete a saber donde podían estar ahora.

Por supuesto que continué alimentando a aquel perro, y me esforzaba para darle alimentos que aportaran el máximo de energía posible. Sabía que más de la mitad de lo que se comiera el perro sería para sus hijos.

Un buen día el perro dejó de venir a mi casa. No puedo negar que lo eché mucho de menos. No había pasado ni un solo día entero conmigo, siempre había hecho lo mismo, comer y salir corriendo como alma que lleva el diablo, pero... lo echaba de menos. Cuando llegaba a casa no podía dejar de mirar por todas partes con la vana esperanza de verle aparecer, mirándome con sus ojos color de miel, inmensamente tristes, pero no le volví a ver nunca más. Ni siquiera por el pueblo, ni por los campos y bosques cercanos. Era cómo si se lo hubiera tragado la tierra.

Pasaron tres años. Yo ya había olvidado por completo al perro y los cachorros.

Un día al llegar a casa, vi que en el patio había tres grandes perros con cara de pocos amigos. De hecho no me dejaron llegar a la puerta de mi casa. Gruñían ferozmente y me amenazaban enseñándome todos sus dientes, babeando y moviéndose con mucha agresividad, cómo si quisieran saltar encima de mí de un momento al otro. Poco a poco fueron avanzando hacia mí, haciéndome retroceder y obligándome a salir a la calle.

Me asusté mucho, No entendía qué hacían esos tres perros en mi casa, y mucho menos a qué venía ese inusual comportamiento.

Por un par de veces y con mucho cuidado intenté entrar en mi casa, pero en cuanto me acercaba se ponían muy agresivos y me amenazaban mostrándome todos sus dientes. 

 De repente sentí un fuerte temblor y un ruido sordo que se convirtió en un fuerte estrépito, hasta que vi la causa. La fachada del edificio se hundió de repente entre un gran estruendo y una nube de polvo, dejando una casa en ruinas, medio hundida, y un montón de escombros justo en la puerta por donde yo tenía que entrar. Días atrás había habido unas fuertes lluvias que lo inundaron todo y el agua había subido hasta casi a tocar de la ventana. Podía ser que ésta hubiera sido la causa del derrumbe. 

Cuando hubo pasado todo, los tres perros se fueron tranquilizando y dejaron de amenazarme. Incluso se acercaron a mí moviendo la cola. Un poco temerosa estiré una mano y les acaricié la cabeza. De pronto le vi. Salía de detrás de la casa. O mejor dicho, de lo que quedaba de la casa. Era aquel perro que tres años atrás yo había alimentado. Y aquellos tres que me habían echado del patio eran los tres cachorros.

Claro que no los había reconocido. Los cachorros ya no eran aquellas negras bolitas de pelo que yo había visto en el bosque. Ahora eran perros adultos, enormes y con el mismo ademán y los mismos ojos de color de miel e inmensamente tristes que su progenitor. Quien no había cambiado demasiado era el padre. De aspecto un poco envejecido y con una ligera cojera en una de las patas traseras, pero con aquellos grandes ojos que continuaban inmensamente tristes y que al verme recuperaron una chispa de alegría. Se me echó encima y me empezó a lamer por todas partes. Los cuatro perros gemían, movían la cola frenéticamente y se restregaban conmigo. Durante un buen rato estuvimos así, acariciándonos mutuamente. Hasta que ellos decidieron que ya era suficiente. 

No entenderé nunca como aquellos perros percibieron que mi casa estaba a punto de hundirse y mucho menos que sería en el preciso momento en que yo iría para entrar. Tampoco llegaré a saber nunca donde habían estado durando aquellos tres años ni porqué no los había vuelto a ver. 

Pero esto ya no importaba.

Lo cierto era que aquellos perros me salvaron la vida.

Cuando comprobaron que ya no había peligro y que yo estaba bien, los cuatro dieron media vuelta y se alejaron corriendo.

Un misterio que no comprenderé nunca. Pero un recuerdo que perdurará para siempre en mi corazón.