PRESENTACIÓN DEL BLOG

Saludos a todos aquellos que se hayan decidido a entrar y curiosear en este blog.

Aquí voy a hacer públicos mis escritos, cuentos cortos, relatos, novelas, historias, y todo aquello que se me ocurra.

Sólo espero que al menos sirva para haceros dormir...




miércoles, 15 de febrero de 2023

MALTRATADA

 Suena el despertador. Oigo su bip-bip lejos, muy lejos... intento abrir los ojos, los noto muy hinchados y doloridos. Todo mi cuerpo está débil y magullado. Normal, después de la paliza de ayer noche. Y de tantas otras.

Siento la cabeza a punto de estallar y la luz del día no me deja abrir los ojos. Me cuesta despertar, todavía me parece oír los gritos y los insultos de la pasada noche. Y los chillidos y los llantos de las niñas, acurrucadas en un rincón, muertas de miedo.

—¡Puta! ¡Tú harás lo que yo diga! ¿Es que no aprenderás nunca?

Esta y otras frases muy parecidas, junto con una lluvia de golpes, bofetadas y empujones sin miramientos, ponen fin a cualquier intento de conversación entre mi marido y yo, si no es arrodillándome y suplicándole perdón por... muchas veces por nada en concreto. Últimamente, no hace falta nada especial para que me sacuda una bofetada, un puñetazo, o me tire a la cabeza el primer objeto que le venga a la mano.

Hay días que de nada sirve pedir perdón, llorar o jurar que no volverá a pasar nunca más.

Sus ojos vidriosos, el aliento pestilente acompañado de un chaparrón de espesa baba que me salpica la cara, las denigrantes palabras cargadas de odio que se arrastran al salir de su boca pastosa por su estado de embriaguez, y aquella mirada demoníaca que me aterroriza, me hacen pensar que tal vez algún día no lo soportaré. Algún día el aliento se escapará de mi cuerpo y ya no volverá. Algún día mi cabeza no soportará el golpe de algún objeto contundente y se partirá. Algún día...

Vuelve a sonar el despertador, empieza un nuevo día y una nueva tortura. Tal vez tendré suerte y hoy todo quedará en gritos e insultos. Tal vez sobreviviré un día más a una de sus brutales palizas. O quizás tendré tanta suerte que mis ojos se cerrarán para siempre y no volveré a padecer tanto tormento.

Me revuelvo en la cama y veo que él no está. Me incorporo de un salto, con los ojos abiertos de par en par y el corazón latiendo descontrolado. Un escalofrío recorre mi cuerpo y me hace poner los piés en el suelo a toda prisa. No tener su almuerzo a punto es causa más que suficiente para una nueva paliza.

Me pongo la bata y voy corriendo a la cocina. La casa está en silencio, y las niñas ya están allí. Me miran y se ponen a reír. A veces tampoco se libran de los golpes y las palizas. Cuando las palabras entre nosotros dos empiezan a subir de tono, corren a esconderse a su habitación, llorando y rogando a Dios que no entre su padre y acabe de descargar su ira en ellas.

Recuerdo un día que estaba más borracho que de costumbre, cuando acabó conmigo, fue a buscarlas a su habitación, las sacó de bajo la cama tirando de ellas por los cabellos y las llevó donde estaba yo, arrastrando. Me miró, con el rostro rojo de rabia y de odio, y les dio un fuerte puñetazo a cada una de ellas.

Con los cabellos empapados de sudor, jadeando con dificultad, y con aquella risa perturbada y pestilente. Me miró con aire triunfal, sabiendo que aquello era lo que más daño me hacía.

Hoy, a pesar de todo el ajetreo que hubo ayer por la noche, a las niñas las veo contentas y sonrientes.

Sara, la mayor, está peinando y trenzando la cabellera rubia de su hermana Julia. Se han puesto los vestidos más bonitos que tienen en el armario y parecen más alegres que nunca.

Me miran y sonríen. Las veo tan tranquilas y risueñas, que nada hace pensar que en esta casa, ayer por la noche, estuvimos a punto de perder la batalla. Y la vida.

—Mami ¿nos llevas a jugar al parque?—pregunta Julia —venga, vístete y vamos a jugar. Hace un día muy bonito.

Las miro. Me siento desorientada. No puedo marchar sin preparar el almuerzo de mi marido.

—¿Sabéis donde está vuestro padre?—pregunto a las niñas que me contestan las dos a la vez: —no está.

—Cómo que no está?—seguro que está en el baño y no tardará en entrar en la cocina, pidiendo su desayuno.

Empiezo a hacer café, las tostadas (con cuidado que no se quemen demasiado), la mantequilla (que la caliento un poco para que no le cueste de untar en la tostada), un par de botes de mermelada y el zumo de dos naranjas.

No aparto los ojos de la puerta, tiemblo sólo pensar que pueda entrar de un momento a otro y no tenga todo a punto.

Acabo de poner la mesa, y la casa sigue en silencio. Respiro profundamente, intentando recuperar la calma. ¿La calma antes de la tormenta?

Escucho con atención, intentando averiguar qué puede estar haciendo mi marido, pero no oigo nada. Ni la ducha, ni sus pasos, ni nada que me pueda indicar qué puede estar haciendo.

—Papi no está—me vuelven a decir las niñas.

Las miro y parecen muy tranquilas, sin miedo, cantando y riendo, cuando en un día normal estarían serias, inquietas, y con el miedo reflejado en sus ojos.

Oigo un ruido que viene del comedor, voces apagadas, como un murmullo. Debe de haber venido alguien y él lo está atendiendo, pienso en aquellos momentos. Pero no me atrevo a salir de la cocina sin saber de qué humor está esta mañana.

Vuelvo a afinar el oído, siguen las voces, ahora acompañadas otros ruidos. Pasos y una puerta que se cierra.

Corro a sentarme a la mesa, esperando que él entre a desayunar, pero pasan los minutos y la puerta de la cocina sigue cerrada.

Empiezo a inquietarme. Si abro la puerta, me puede acusar de espiarlo y de meter la nariz en sus asuntos. Y la bronca con paliza incorporada está servida.

Sin darme cuenta, las niñas han empezado a comer el almuerzo que he preparado para su padre. Las miro horrorizada. No puedo soportar la idea que las golpee a ellas.

—Papi no está y no se comerá esto. Tenemos hambre—vuelven a insistir las dos casi a la vez.

—¿Dónde está vuestro padre? Qué sabéis de él?—mi corazón late como nunca, la angustia casi no me deja respirar y el miedo me hace temblar de pies a cabeza.

—Un señor se lo ha llevado.

No entiendo nada. Las niñas me miran, parece que entienden como me siento.

—Puedes salir mami. No pasará nada. Papi ya no está—y me dedican una sonrisa llena de tranquilidad.

Reúno todo el valor que necesito para abrir la puerta de la cocina, con manos temblorosas y con mucho cuidado de no hacer demasiado ruido. Con pasos inseguros me dirijo al comedor.

Todavía está la persiana bajada y está en penumbra, pero se ve con bastante claridad. Dos hombres que no conozco de nada van de un lado al otro, curioseando por todas partes, y hablante entre ellos.

Creo que no me han visto e intento pasar desapercibida, escondiéndome detrás un mueble.

Mi cerebro empieza a buscar una explicación e intento entender las palabras de aquellos hombres que no paran de ir arriba y abajo.

En el suelo, debajo de la ventana, hay algo cubierto con una manta. Está demasiado lejos de donde estoy yo, y desde detrás del mueble no puedo ver qué es. Lo que sí puedo apreciar con claridad es el gran desorden que hay. Un par de sillas están tumbadas, mi bolso de mano tirado por el suelo con todo su contenido esparcido a su alrededor, mi móvil, algunos papeles... parece como si hubiera habido una batalla campal.

Uno de los hombres recibe una llamada de teléfono y los dos salen del comedor. Mi corazón galopa fuera de control, y un sudor frío impregna todo mi cuerpo.

El miedo de que él salga de cualquier lugar y me dé una paliza haciéndome culpable de todo aquello me paraliza.

Pero tengo que saber qué ha pasado. ¿Qué hay debajo de la manta?

Aprovecho que los hombres han marchado para salir de mi escondrijo y me acerco al bulto tapado con la manta.

Parece un cuerpo... ¡Es un cuerpo! La cabeza me da vueltas.

Procurando no hacer nada de ruido, me acerco algo más. Un olor acre y muy desagradable emana de aquel bulto y lo impregna todo… Estoy a dos pasos y no puedo reprimir un escalofrío. Se ve parte de un pie sin zapato, con la piel de color blanco tirando a gris ceniza. Y sangre. Mucha sangre por todas partes. El cuerpo está rodeado por un gran charco de sangre, y la manta está llena de manchas rojas.

No puedo evitar que la sangre se hiele en mis venas y que un gusto de hiel me suba a la boca cuando estiro el brazo y con la mano temblorosa levanto un extremo de la manta. ¡Soy yo!

La persona que está muerta bajo aquella manta, ¡soy yo misma!

Doy un par de pasos atrás, tropezando y a punto de caer, y me doy cuenta de que algo más allá, casi frente a habitación de las niñas, hay un par de mantas más. Podrían ser dos cuerpos más, aunque... estos últimos son más pequeños.

Una perturbadora idea cruza mi mente y corro a descubrir uno de los dos cuerpos. Mi cabeza da vueltas. No puedo respirar. De nuevo el desagradable olor acre me impregna la nariz.

El primer cuerpo es el de Sara, mi hija mayor. No hace falta que destape el otro. Sé que es Julia.

Los dos hombres regresan, esta vez en compañía de una chica que reconozco enseguida. Es mi hermana. Uno de los hombres la coge del brazo con cuidado y la acerca al cuerpo que está justo debajo de la ventana del comedor.

Yo sigo junto al cuerpo de Sara. Parece que no me ha visto nadie, pero estoy paralizada.

Mi hermana espera que el hombre levante una punta de la manta, da un vistazo, y se echa a llorar y a gritar sin consuelo ni control. Intento acercarme a ella, quiero decirle que estoy allá, que estoy bien, pero ni siquiera me mira. Entre los dos hombres consiguen calmarla y acompañarla afuera de la casa.

Las niñas me vienen a buscar, me dan la mano y me acompañan a la cocina. Me miran con una dulce sonrisa y empiezo a sentirme un poco relajada. La angustia y el terror inicial dan paso a una confortable calma.

Entramos las tres en la cocina y dejamos atrás la sangre y los restos de aquellos cuerpos mutilados. Cuerpos terrenales, libres de la vida que tantas veces nos hizo llorar, y que ahora reposan bajo aquellas mantas.

Sentada a mesa hay otra persona. Reconozco aquel rostro, de mirada tranquila. Es mi madre.

No tendría nada de extraño encontrarla allá, a no ser por el hecho de que hace cinco años que está muerta.

Nos miramos a los ojos en silencio y me invita a sentarme a su lado.

Siento una gran paz interior, y todo se aclara de repente.

Ahora entiendo que la bronca y la paliza de la noche anterior llegó más lejos de lo que yo soy capaz de recordar.

Miro a mis hijas y me entristece que su vida se haya acabado de manera tanto cruel.

Mi madre me mira y, con voz muy suave, me empieza a hablar.

—He venido a ayudarte. Las cosas no tienen que acabar así. Solo tú puedes dar un giro a tu vida y hacer que tus hijas tengan la vida que se merecen. No hay tiempo para más excusas, ni mentiras, ni indecisiones. Te ruego que aproveches esta oportunidad. Ya sabes qué tienes que hacer.

Me vienen a la cabeza todas las veces que mi madre, mi hermana y toda la familia, me decían que lo denunciara, que marchara de aquella casa. Sobre todo cuando estuve a punto de perder Julia mientras estaba embarazada de cinco meses y me hizo caer por las escalas. Y en otras muchas ocasiones, en que me veían con señales evidentes de golpes y cardenales, y yo ya no sabía cómo disimular. Mentía, me maquillaba, fingía tener accidentes. Intentaba esconder una verdad que todos conocían.

—Os merecéis una segunda oportunidad, hija. Tú y las niñas. Ahora te toca actuar y aprovecharla.

¡Ojalá hubiera actuado en su momento!

Cerré los ojos imaginando cómo de bonita podía ser la vida sin miedo, sin gritos ni insultos, sin palizas ni huesos rotos, y viendo crecer a las niñas felices y llenas de alegría.

Supongo que me adormilé...


Suena el despertador. Siento su bip-bip lejos, muy lejos... Intento abrir los ojos, los noto hinchados y doloridos. Normal, después de la paliza de ayer por la noche. Y de tantas otras.

Siento la cabeza a punto de estallar y la luz del día no me deja abrir los ojos. Me cuesta despertar, todavía me parece escuchar los gritos y los insultos de la pasada noche.

Me revuelvo en la cama y veo que él no está...

Salto de la cama a toda prisa, me pongo la bata y voy a la cocina. Las niñas ya están allá, y él en la ducha. Siento el ruido del agua.

Me apresuro a prepararle el almuerzo. No tenerlo todo a punto cuando él se siente a mesa es motivo más que suficiente para una buena bofetada. O algo peor.

Pero me detengo en seco cuando mi mente parece despertar. Los recuerdos vienen a mi mente. ¿He tenido una pesadilla, esta noche?

Intento recordar. Me he visto muerta, bajo una manta. ¡Y también a mis hijas! Me parece sentir de nuevo el desagradable olor de la sangre. El olor de la muerte.

Recuerdo a mi hermana, llorando y gritando, sin consuelo.

Miro a las niñas. Su mirada es triste, pero a pesar de todo me dedican una dulce sonrisa.

Recuerdo a mi madre. Su mirada dulce y llena de ternura, y sus palabras, que me abren una puerta a la esperanza.

Es hora de dar un giro a mi vida y hacer que mis hijas vivan la vida que se merecen. Es hora de dejar el miedo atrás y de actuar sin vacilaciones.

Y sé perfectamente qué tengo que hacer.

Corro a vestirme, cojo mi bolso y sin esperar un segundo salimos las tres de aquella casa.

Voy directa a la comisaría, a denunciar al maltratador y a pedir ayuda. Es hora de dejar atrás las palizas, los gritos y los insultos. Pienso en las niñas, en su mirada aterrada cuando él se enfada.

No quiero esperar a que unas mantas tapen nuestros cuerpos sin vida.

Quiero empezar una nueva vida, con mis hijas, y con paz y tranquilidad.

Es el momento de hacer caso a mi madre y aprovechar esta segunda oportunidad.

4 comentarios:

  1. Relat molt proper a una realitat, on el maltracte és una lacra a extinguir.
    Sempre sorprenent la teva escriptura.

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    1. Moltes gracies, Salva. Sí, per desgracia es massa real. Hi ha molt per fer encara.

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  2. Fantástico relato, esa es la realidad de muchas mujeres, muy bien descrito, te felicito, es muy bonito y lo peor,, real.

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    1. Muchísimas gracias. Por desgracia aun hay demasiadas mujeres que viven con esta realidad...

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