PRESENTACIÓN DEL BLOG

Saludos a todos aquellos que se hayan decidido a entrar y curiosear en este blog.

Aquí voy a hacer públicos mis escritos, cuentos cortos, relatos, novelas, historias, y todo aquello que se me ocurra.

Sólo espero que al menos sirva para haceros dormir...




martes, 14 de febrero de 2023

EL PERRO VAGABUNDO

Le vi al llegar a casa. No se movió de donde estaba. El pelo muy corto, negro como la noche, y las orejas muy lacias, cayéndole por ambos lados de la cabeza, casi queriendo ocultar sus ojos. Estaba acostado ante la puerta de mi casa, y no voy a negar que su presencia me hizo sentir un cierto temor. 

Me acerqué con mucho cuidado, procurando no hacer ningún movimiento que lo pudiera asustar. No parecía peligroso, pero por su tamaño debía de tener buenos dientes.

Cuando lo tuve a mis pies empezó a menear la cola y me miró con sus inmensos ojos color miel.

Pero aquella mirada reflejaba algo más. En aquellos ojos vi una tristeza infinita y enseguida me di cuenta de que necesitaba ayuda.



El animal no hizo ningún gesto para moverse ni para irse de allí. Sólo me miraba, implorando. Lo estuve observando unos momentos, sin saber muy bien qué hacer. Lo primero que me llamó la atención fue que estaba muy, pero muy flaco. Se le marcaban todas las costillas, y cuando intentó levantarse me di cuenta de que casi no se podía mantener en pie, y que las patas temblaban como si no le pudieran sostener.

Empezó a gemir y a mover la cola con un poco más de brío, sin dejar de mirarme, implorando un poco de comida.

¿Qué podía hacer? Mi conciencia no me permitió dejarlo en la calle y permití que me siguiera dentro de casa. No había dado ni dos pasos que cayó de culo al suelo. No tenía fuerzas ni para andar. ¡Pobre animal! A saber cuántos días hacía que no comía nada.

Lo cogí en brazos y me empezó a lamer por todas partes, movía la cola con las pocas fuerzas que le quedaban y empezó a gemir, o a llorar, no sé. 

Entre mis brazos lo sentí frágil, cómo si sus huesos fueran a descomponerse y salir de sitio. Por su extrema delgadez parecía un saco de huesos.

Le puse agua para beber y, cómo no tenía nada más a mano, le dí el guiso de carne con patatas que tenía preparado para comer yo. Aquel animal necesitaba algo consistente enseguida, y yo podía prepararme otra cosa.

Fue oler la comida y estallar el delirio. Se lanzó de cabeza al plato y empezó a devorar la comida con desesperación. No masticaba nada, se lo tragaba tal cual se lo había puesto. Su garganta parecía un embudo. No hacía más que tragar y tragar.

En pocos minutos dejó el plato limpio y reluciente.

Cuando acabó de comer le puse una manta en un rincón del comedor, no demasiado lejos de la estufa de leña que solía encender todas las tardes. Supuse que, habría sido abandonado y no lo reclamaría nadie. Le iría bien tener un lugar caliente donde dormir, y no le faltaría la comida. Me gustaba, aquel animal. O me daba lástima, no lo sé. Pero lo cierto es que no me importaba en absoluto tenerlo en mi casa y cuidarlo. 

El perro miró la manta, la olisqueó por todas partes y para sorpresa mía no le hizo ni caso. Se fue corriendo detrás la puerta de entrada y se puso a ladrar como un loco. Era evidente que con lo que había comido se había rehecho y ahora tenía alguna necesidad urgente.

Ante la insistencia del animal tuve que abrir la puerta y el perro salió corriendo como alma que lleva el diablo, y desapareció en pocos segundos.

No volvió en toda la tarde. Ni siquiera al anochecer, a dormir.

-—¡Mal agradecido! —Pensé en aquellos momentos —tanto llorar por un plato de comida ¿Y ahora qué? Adiós muy buenas y desaparece como si cualquier cosa.

Me pasé la tarde pensando en aquel perro y su extraño comportamiento. Yo no pensaba tenerlo encerrado en casa, pero tampoco tenía previsto que él huyera corriendo de la manera que lo hizo.

Al día siguiente, cuando volví de trabajar, el perro volvía a estar en la puerta de mi casa.

Intenté mostrarme ofendida por su comportamiento del día anterior, pero aquellos ojos de color miel infinitamente tristes y sus lloriqueos hicieron que, sin pensármelo dos veces, lo cogiera en brazos y lo entrara otra vez en casa.

Le tuve que volver a dar mi comida, pues no había previsto volver a tener invitados. No pensé que pudiera volver. 

Cuando tuvo otra vez la barriga bien llena, hizo lo mismo que el día anterior. 

Volvió a pedir desesperadamente que le abriera la puerta y me quedé allá, mirando como volvía a marcharse corriendo, como alma que lleva el diablo.

Esto se repitió cada día durante dos semanas y yo empezaba a estar muy mosqueada.

¿A dónde iba aquel animal, después de comer, y con tantas prisas? Me propuse averiguarlo.

Un día intenté seguirlo. Pero fue inútil. A pesar de su delgadez y su supuesta debilidad, el perro corría mucho más que yo y enseguida le perdí de vista.

Otro día, aprovechando que mientras comía estaba muy tranquilo, le puse un collar y le até una correa. 

Cuando pidió para salir intenté frenarlo tirando de la correa. Pero no pude con él. Supuse que estaba recuperando la energía y tenía una fuerza de mil demonios. Si no suelto la correa, seguro que me hubiera acabado arrastrando él a mí.

Lo intenté un segundo día. Pensé que quizás algún día se acostumbraría a ir atado y que lo podría dominar, pero... Parecía cómo si algo lo empujara a salir corriendo con una fuerza endemoniada. Me arrastraba a mí, y en un momento dado, cuando pareció que las fuerzas para tirar le abandonaban, se giró, me enseñó los dientes y amenazó con morderme si no soltaba la correa.

La solté de golpe y el perro volvió a marchar corriendo, con la correa colgada del collar.

Al día siguiente, el perro con la correa todavía enganchada al collar, volvía a estar en la puerta de mi casa.

Ahora, más que mosqueada e intrigada, empezaba a estar obsesionada por el extraño comportamiento de aquel animal. Tenía que averiguar qué hacía, a donde iba tan desesperado y porqué.

Tuve una nueva idea. Le volví a atar la correa y esta vez, cuando abrí la puerta yo llevaba un periódico doblado en una mano. Había oído decir a la gente que, si se golpeaba el suelo con un periódico doblado, este ruido hacía que los perros se asustaran y obedecieran.

Pero lo único que conseguí fue que el perro se asustara, sí, pero en lugar de parar, me mostró su impresionante caja de dientes con un amenazador gruñido y tuve que volver a soltar la correa.

Al día siguiente, el perro con la correa colgada del collar, en la puerta de mi casa. Esto empezaba a parecer un cuento sin final. Allí tenía que haber alguna explicación, por extraña que fuera, estaba segura. Aquel comportamiento no era nada normal. Y estaba decidida a averiguar qué era lo que lo hacía salir corriendo y no aparecer hasta el día siguiente, para repetir la misma operación, Día tras día.

De nuevo se encendió la bombilla en mi cabeza. Yo practicaba ciclismo con regularidad, por lo que no debería tener demasiados problemas para seguirlo con la bicicleta.

Al principio no me costó demasiado esfuerzo controlar por donde se metía y lo podía ir siguiendo bastante bien. Pero aquel perro no parecía acabar nunca las fuerzas. Ni el ingenio. Por unos momentos lo perdí de vista y... ¡ya había desaparecido otra vez!

Pero cuando ya lo daba todo por perdido, lo vi salir de un callejón y adentrarse en un pinar cercano.

Dejé pasar unos minutos y me dirigí allá a pie, procurando no hacer demasiado ruido.

Parecía que no me había visto y ahora andaba mucho más despacio y relajado.

No fue fácil. Era un pinar joven, lleno de árboles bajitos, zarzales que se ensañaron arañando mis piernas y grandes matorrales y arbustos que no me dejaban ver ni a dos pasos por delante de mí. Aquello era como buscar una aguja en un pajar.

Pero cuando estaba a punto de renunciar y dar media vuelta, oí un pequeño ruido muy cerca de mí.

Me paré en seco y durante unos segundos no moví ni un solo músculo. No me atrevía ni a respirar. Sabía que el perro estaba allí y no quería que saliera corriendo otra vez. 

Unas hierbas se movieron a mi lado. Pero no veía nada de nada. Pensé que podría ser una serpiente, o un lagarto. Pero un gruñido que yo ya conocía me hizo volver a parar en seco.

¡Allí estaba el perro! Estaba sentado en el suelo, gruñendo y enseñándome los dientes amenazadoramente, en la entrada de lo que parecía ser un escondite entre las altas hierbas. Y de allá dentro salieron tres hermosos cachorros, negros y con el pelo muy corto, que empezaron a gemir con impaciencia y a lamer el hocico del perro. Entonces éste hizo algo del todo imprevisto: empezó a regurgitar la comida que yo le había dado. Entre convulsiones y fuertes espasmos, y con la ayuda de los cachorros que no dejaban de lamer su hocico con insistencia, el perro fue sacando de dentro de su estómago una mezcla de comida ya medio digerida que las tres crías se afanaban en ir comiendo. En pocos momentos se lo comieron todo hasta no dejar ni una sola migaja, se calmaron y volvieron a entrar en el escondite.




¡Este era el misterio! ¡Alimentaba a sus crías! Pero... ¿Esto no lo tendría que hacer la madre?

De repente el viento me hizo llegar un fuerte hedor, un soplo de aire con un repulsivo olor de putrefacción. Me giré y... Allá estaba la perra, a unos pocos metros más allá. Muerta y en avanzado estado de descomposición.

Esta era la única manera que había encontrado aquel perro de alimentar a sus hijos. Yo no había oído hablar nunca de un caso como este, pero entendí que, aunque se tratara un animal, había sentimientos como el vínculo de la sangre que unen a padres e hijos de una forma muy especial, y que pueden llegar a originar comportamientos insospechados.

Al día siguiente, después de alimentar al padre, pensé en llevar un poco de comida a los tres cachorros, pero... para sorpresa mía, en el escondite ya no quedaba ni rastro de los cachorros ni del perro. Los había cambiado de lugar y vete a saber donde podían estar ahora.

Por supuesto que continué alimentando a aquel perro, y me esforzaba para darle alimentos que aportaran el máximo de energía posible. Sabía que más de la mitad de lo que se comiera el perro sería para sus hijos.

Un buen día el perro dejó de venir a mi casa. No puedo negar que lo eché mucho de menos. No había pasado ni un solo día entero conmigo, siempre había hecho lo mismo, comer y salir corriendo como alma que lleva el diablo, pero... lo echaba de menos. Cuando llegaba a casa no podía dejar de mirar por todas partes con la vana esperanza de verle aparecer, mirándome con sus ojos color de miel, inmensamente tristes, pero no le volví a ver nunca más. Ni siquiera por el pueblo, ni por los campos y bosques cercanos. Era cómo si se lo hubiera tragado la tierra.

Pasaron tres años. Yo ya había olvidado por completo al perro y los cachorros.

Un día al llegar a casa, vi que en el patio había tres grandes perros con cara de pocos amigos. De hecho no me dejaron llegar a la puerta de mi casa. Gruñían ferozmente y me amenazaban enseñándome todos sus dientes, babeando y moviéndose con mucha agresividad, cómo si quisieran saltar encima de mí de un momento al otro. Poco a poco fueron avanzando hacia mí, haciéndome retroceder y obligándome a salir a la calle.

Me asusté mucho, No entendía qué hacían esos tres perros en mi casa, y mucho menos a qué venía ese inusual comportamiento.

Por un par de veces y con mucho cuidado intenté entrar en mi casa, pero en cuanto me acercaba se ponían muy agresivos y me amenazaban mostrándome todos sus dientes. 

 De repente sentí un fuerte temblor y un ruido sordo que se convirtió en un fuerte estrépito, hasta que vi la causa. La fachada del edificio se hundió de repente entre un gran estruendo y una nube de polvo, dejando una casa en ruinas, medio hundida, y un montón de escombros justo en la puerta por donde yo tenía que entrar. Días atrás había habido unas fuertes lluvias que lo inundaron todo y el agua había subido hasta casi a tocar de la ventana. Podía ser que ésta hubiera sido la causa del derrumbe. 

Cuando hubo pasado todo, los tres perros se fueron tranquilizando y dejaron de amenazarme. Incluso se acercaron a mí moviendo la cola. Un poco temerosa estiré una mano y les acaricié la cabeza. De pronto le vi. Salía de detrás de la casa. O mejor dicho, de lo que quedaba de la casa. Era aquel perro que tres años atrás yo había alimentado. Y aquellos tres que me habían echado del patio eran los tres cachorros.

Claro que no los había reconocido. Los cachorros ya no eran aquellas negras bolitas de pelo que yo había visto en el bosque. Ahora eran perros adultos, enormes y con el mismo ademán y los mismos ojos de color de miel e inmensamente tristes que su progenitor. Quien no había cambiado demasiado era el padre. De aspecto un poco envejecido y con una ligera cojera en una de las patas traseras, pero con aquellos grandes ojos que continuaban inmensamente tristes y que al verme recuperaron una chispa de alegría. Se me echó encima y me empezó a lamer por todas partes. Los cuatro perros gemían, movían la cola frenéticamente y se restregaban conmigo. Durante un buen rato estuvimos así, acariciándonos mutuamente. Hasta que ellos decidieron que ya era suficiente. 

No entenderé nunca como aquellos perros percibieron que mi casa estaba a punto de hundirse y mucho menos que sería en el preciso momento en que yo iría para entrar. Tampoco llegaré a saber nunca donde habían estado durando aquellos tres años ni porqué no los había vuelto a ver. 

Pero esto ya no importaba.

Lo cierto era que aquellos perros me salvaron la vida.

Cuando comprobaron que ya no había peligro y que yo estaba bien, los cuatro dieron media vuelta y se alejaron corriendo.

Un misterio que no comprenderé nunca. Pero un recuerdo que perdurará para siempre en mi corazón.


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